lunes, 4 de febrero de 2013

Los recuerdos


Dedicado a mi madre, que hoy ha cumplido 85 años.

Uno de los miedos que nos atenazan cuando acompañamos a nuestros jubilados padres al médico, es la de escuchar un diagnóstico que ponga fecha al comienzo del fin. Las denominadas ‘consultas externas’ están llenas de mayores en silla de ruedas o con movilidad reducida a los que las hijas –porque estas cosas, ya se sabe, les toca siempre a las hijas- cuidan con más mimo que si fueran niños pequeños, pendientes de hasta el último detalle, que si toma un pañuelo, que cuidado al quitarte el abrigo, que si estás bien, mamá o papá, que si quieres agua, voy a por un botellín…

Esa visita al médico comienza con un complicado traslado porque ahora los hospitales tienen aparcamiento de pago y como te metas por el pabellón equivocado, resulta más difícil salir de él que de una ratonera. Una vez que has conseguido bajar la silla de ruedas y a tu progenitor y colocar a éste sobre aquella, comienza el recorrido por interminables pasillos, sorteando a otros pacientes y buscando dos asientos contiguos, uno para ti y otro para colocar el bolso, los abrigos, las radiografías y hasta los papeles del trabajo, que como esto va para largo, aprovecho para hacer algo mientras… y tras lograr tu objetivo, comienza la larga espera preguntando a los demás qué hora tiene usted y jurando por dentro en arameo porque para variar, llevan más de 45 minutos de retraso. 

Finalmente, la enfermera dice tu nombre y empujando la silla de ruedas y maniobrando para que el abrigo, el bolso, los papeles y las radiografías no se desparramen por el camino, llegas ante el doctor que mira, remira y estudia todo el material que le has traído y esperas con el corazón en un puño, que te diga el diagnóstico. Descartadas enfermedades mortales y rápidas, respiras aguardando conocer por fin qué es lo que tiene tu madre o tu padre y entonces, el galeno, todo sonrisas, te dice que su cerebro ha empezado a secarse. Bueno, no mucho, eh, una pequeña área en donde se almacenan los recuerdos, la sangre ya no riega como antes y se han atrofiado los capilares. Ah, o sea, camino del alzheimer… no, no, por Dios, contesta el profesional, lo hemos cogido a tiempo y con un buen tratamiento, no llegará a más. 

Vaya ¿y qué puedo hacer yo?, pregunto, además de sacarle los medicamentos, protestar por el copago y administrárselos religiosamente. Pues mire, tiene que ejercitar el cerebro, que al fin y al cabo, es un músculo más. Póngale un dominó para que engarce las fichas, que haga juegos de cartas, que escriba, que lea en voz alta y luego te explique lo que ha leído, que haga cuentas… 

¿Cuentas?, contesta ella, yo me acuerdo perfectamente de todas las tablas de multiplicar… ¿quiere usted que se las diga?... 2 por cuatro ocho, dos por cinco, diez, dos por seis, doce… ¿qué creéis, que soy tonta?. Y más todavía, apostilla, mira lo que me enseñaron en la escuela, que no se me ha olvidado: "Amílcar Barca fue un excelente general cartaginés, hábil político, que conquistó casi toda España y le hizo a su hijo jurar odio eterno a los romanos..." 

Al llegar a ese punto, hasta la enfermera levanta la vista y se queda muda del asombro. Con los ojos llenos de lágrimas y la boca seca, inicias el camino de regreso, subes a tu progenitor en el coche, pliegas la silla de ruedas, pagas el ticket del aparcamiento y sientes que la cabeza te hierve ante el futuro inmediato que se te presenta. Al llegar a casa, saludas a una íntima amiga que te visita de vez en cuando. Al despedirla, tu madre te pregunta: ¿nena, y ésta quien es, que la quiero conocer?. 


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