miércoles, 23 de enero de 2013

Los amigos perdidos y nunca más hallados



Esta columna la escribí en noviembre de 2011 y no ha perdido ni un ápice de actualidad, más bien creo que se ha acrecentado...

Los amigos perdidos
Hubo un tiempo, no hace mucho, pongamos que a principios del siglo XXI, en el que todos éramos amigos. Era la época de la vacas gordas, del dinero sin fin, de las inversiones, de las inauguraciones y de las cuchipandas posteriores, en las que el jamón, el buen vino y los canapés de salmón corrían sin freno en las variopintas carpas festeras.
Por aquel entonces, los que se decían amigos presumían de grandes casas, de coches nuevos con todos los adelantos tecnológicos, de comprar ropa de marca cara, de viajes de fines de semana a Londres y París, de cenas los sábados y vísperas de fiestas de guardar… un tren de vida que los que apenas teníamos para pagar los recibos y poco más, veíamos con no poca y disimulada envidia. ¿Con quien se mete la chica del 17, de dónde saca pa tanto como destaca?, murmurábamos entre dientes mientras observábamos el bolso de Gucci y el pañuelo de Hermés, preguntándonos eso sí, con un pelín de recochineo, si no serían imitaciones del mercadillo de los miércoles, que algunas estaban muy bien logradas.
Aquellos amigos, es un decir, te ofrecían su casa, su coche, su ayuda… recalcando mucho lo de ayuda. “Ya sabes, cualquier cosa que necesites, no dudes en llamarme”, proclamaban entre bocado de hueva de mújol y canapé de salmón. Y tú decías, qué bien, aquí tengo unos amigos, qué gusto saber que hay gente tan buena por el mundo. Y así ocurre que llegan las vacas flacas, pierdes tu trabajo y en tu desesperación, pides ayuda a aquellos que tan generosamente te la ofrecieron y mira tú por dónde, resulta que ya no están tan dispuestos a echar una mano. Que las cosas tampoco andan tan bien para nosotros, mira, el año pasado facturamos 800 en lugar de mil y no veas los gastos que lleva esta casa y el niño que se va a la Universidad y tú escuchas educadamente y dices, vaya, cuanta excusa tonta, dime de una vez que no te da la gana de ayudarme y acabamos esta farsa y con el corazón roto, borras ese número de tu agenda o de tu teléfono móvil y sonríes cuando te lo cruzas por la calle y ves los apuros que pasan para disimular, para hacer que no te han visto y tampoco tienes ganas de saludarlos, que para amigos como éstos, mejor un enemigo íntimo.
Y pasan los meses y al amigo desleal, como al cerdo ibérico o al pavo americano, le llega su San Martín o su día de acción de gracias y también se le acaban las vacas gordas y los negocios prósperos ya no lo son tanto y mira tú por dónde, ya no presume de coche nuevo cuando llega al taller de tapadillo para que le arreglen el de hace unos años y el bolso de Gucci y el pañuelo de Hermés ya no son auténticos, sino meras imitaciones del mercadillo y se acabaron los puentes en Londres y París, que cambiamos por unas patatas fritas y una cerveza en el chiringuito playero y tú no sabes si sentir alegría o pena de ver una vez más los estragos que causa la estupidez humana.
Ahora ya nadie presume de bienes materiales, que eso está totalmente demodé. En estos momentos es una temeridad proclamar que te van bien las cosas, que sigues con tu buen trabajo, que tu coche de alta gama funciona como un reloj, que sigues machacándote en el gimnasio tres veces a la semana y los sábados, en el club de tenis, para practicar el pádel. Es un peligro tener una empresa que se defiende en tiempos de crisis o enseñar la fabulosa nómina que te proporciona el trabajo en una multinacional, no sea que tus amigos pobres, los que tienen que sellar el paro cada tres meses vengan y te pidan que les eches una mano. Hasta ahí podíamos llegar, querido, que hasta en los tiempos de crisis, siempre ha habido clases


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