domingo, 17 de febrero de 2013

Homenaje a los novelones ingleses


Como este año se conmemora el 200 aniversario de la publicación de la novela 'Orgullo y prejuicio', de Jane Austen, he rescatado esta columna del programa de ORM 'El laboratorio sonoro', como homenaje a un género denostado y para que quien yo me sé refunfuñe al ver el título... y no la lea, claro. No tenemos remedio.


Los novelones ingleses

Una de las discusiones más recurrentes, y yo diría que estériles, es la que se produce sobre la diferencia de gustos culturales entre hombres y mujeres. Frente a los que proclaman que todo es un problema de educación y que con los mismos mimbres a una mujer le puede gustar más una película de guerra que un novelón romántico y un hombre puede llorar de emoción viendo Bambi aunque tenga más años que el fantasma de Walt Disney, otros afirman que la fisiología y no sé qué otras cuestiones hormonales impiden que a la hora de ver una película o leer una novela, las parejas convencionales, las de hombre y mujer, nos pongamos de acuerdo en cómo gastarnos el dinero a la hora de ir al cine.

En aquellos tiempos en los que en los pueblos existía un cine único y después, una sola televisión, no nos quedaba más remedio que ver lo que el dueño del cine, en el caso de mi pueblo, Mariano el del Miramar, programaba en sus salas de invierno y verano. Así, con muy corta edad, me vi enteritas ‘Los diez mandamientos’, ‘Los cañones de Navarone’ o una joyita totalmente olvidada que se llamaba ‘El capitán Jones’, leído jones, con Bette Davis, cuyo título fue manipulado por los niños del pueblo, anteponiéndole una co al apellido. Leánlo en español todo junto y lo entenderán.



¿Lograron esas pelis de guerra o bíblicas que me gustaran más que  las románticas y de amor y lujo?. Pues sinceramente, no. Tras haber visto 1.500 veces ‘Casablanca’, mis gustos se inclinan claramente hacia este lado y en las últimas décadas, confieso que me pirro por las adaptaciones de las novelas de Jane Austen, afición que comparto con una compañera de los medios, eso sí, en voz baja, que no se vea afectada nuestra reputación.

En estos momentos estoy releyendo ‘Jane Eyre’, una novela de la que se han hecho muchas adaptaciones cinematográficas y televisivas que en contra de lo que algunos puedan pensar, no es una simple historia de amor. Tanto Charlotte Bronte como Jane Austen reflejan en sus libros la precaria situación de la mujer en la Inglaterra del siglo XIX, donde la herencia recaía obligatoriamente sobre el hijo varón y si eso no ocurría, pasaba al primer pariente del mismo sexo, dejando a las hijas desprotegidas y a merced de lograr un matrimonio ventajoso. Mujeres cultas, que leían, diseñaban muebles, eran expertas en jardinería, tocaban el piano y cosían como los ángeles mientras padres, hermanos, maridos o hijos galopaban por las campiñas inglesas a la búsqueda de faisanes que cazar.

Las mujeres de las novelas inglesas no tienen una madre cariñosa y entregada como en los países mediterráneos, ni primos con los que jugar en las calles ni un sol que les aporte las vitaminas necesarias para afrontar la vida. Son seres tristes, apagados, que suspiran por amores no correspondidos y a los que al final, la vida recompensa con un matrimonio ventajoso, eso sí, para criar hijos en un lóbrego caserón en medio de un campo perdido.

Sinceramente, no quiero ser protagonista de una novela inglesa, pero reconozco que me encanta leerlas... son tan útiles en las tardes de invierno...

martes, 12 de febrero de 2013

Aquella horrible convención de amas de casa...




Hubo un tiempo, no hace tanto, la verdad, en el que las mujeres no trabajaban. Bueno, no curraban fuera del hogar, dulce hogar, al que mantenían como los chorros del oro mientras educaban a los hijos, cuidaban de los padres y de los suegros y hacían auténticos milagros con el sueldo del marido, en un alarde de virtuosismo económico que ya lo quisieran para sí los gestores del Banco de Crédito Europeo.
Poco a poco, la mujer fue entrando en el mercado laboral a través de profesiones digamos femeninas: matronas, telefonistas –nunca conocí a un telefonisto, perdón por el palabro-, profesoras de chicas, enfermeras, dependientas de grandes almacenes o pequeños comercios, etc. Las mujeres de familias con posibles, dado que tenían la intendencia familiar perfectamente controlada con las chachas y los jardineros, montaban negocios también típicamente femeninos como una boutique, una tienda de bisutería o una peluquería de señoras, lo del unisex llegó después.
En las clases sociales no tan pijas, muchas mujeres regentaban el negocio familiar de verdulería, pescadería, carnicería o restaurante, codo con codo con los maridos, mientras los hijos hacían los deberes en un rincón del comercio, a la espera de que la madre echara el cierre y pudiera preparar la cena.
De mi infancia y adolescencia todavía guardo el recuerdo de las mujeres de la Sección Femenina. Su afección al régimen les procuraba unos cargos supuestamente políticos en una época en la que la mujer estaba totalmente ausente de la política nacional. Aquellas mujeres vestían de una manera muy sobria, llevaban moño, no se maquillaban y sus enemigos las trataban de lesbianas para arriba. De todo hubo, buenas y malas y no soy yo quien para juzgarlas.
Aquella imagen, la mala, que no la buena, se me hizo carne mortal cuando me pidieron que participara en una mesa redonda en una reunión de asociaciones de amas de casa. Entre una inmensa mayoría de mujeres encantadoras, limpias como los chorros del oro y amables hasta decir basta, se colaron una media docena de arpías que proyectaban sin disimulo su rencor hacia las nuevas generaciones de mujeres que habían estudiado, tenían un oficio y eran dueñas de su vida. Cada vez que yo hablaba de la aportación que el sueldo de la mujer significaba para los estudios de los hijos o el pago de la hipoteca, me contestaban con frases despectivas tipo: en lugar de un dúplex, cómprate un piso o no hace falta estudiar, lo que hay que buscarse es un buen marido.
Aguanté lo que pude mientras la moderadora hacía auténticos esfuerzos por sujetar a semejantes sujetas y me mordí la lengua hasta que llegó la frase demoledora de una de las asistentes, con apariencia clara se haberse educado en los principios de la Sección Femenina: las mujeres están quitando el puesto de trabajo a padres de familia para comprarse pulseras…
Me quedé sin habla, la sangre se me fue a la cara y estuve a punto de sufrir un síncope. Cerré los ojos y en mi fantasía soñé con lo que le haría a la interfecta, es decir, agarrar una pulsera enrobinada y metérsela por la boca hasta que se quedara sin respiración. Dios me perdone mi poca caridad cristiana, es lo que tiene ser políticamente incorrecta.

jueves, 7 de febrero de 2013

Los culebrones


Ese género maltratado denominado Culebrón...

Reconozco y no me da ninguna vergüenza decirlo, que soy una rendida consumidora de telenovelas, culebrones como se les llama en México, historias rodadas al otro lado del Atlántico habladas en el hermoso idioma español, con muchos y variados acentos, que a eso de la media tarde, mientras escribo todo tipo de textos informativos, me suenan de fondo como la música ambiental de las consultas de los dentistas.
Lo que menos me interesa de los culebrones son los argumentos, las historias, que al fin y al cabo son las mismas desde que el mundo es mundo. Los dramas familiares y amorosos son bastante similares tanto si los escribe un autor de la Grecia clásica, como si surgen de la pluma de Victor Hugo, Benito Galdós, Jane Austen o María Dueñas.
Las variaciones las pone el tiempo en el que se desarrollan y sobre todo, la posición histórica de la mujer en cada uno de ellas, donde será la esclava, la prostituta de lujo, la dueña de un gran rancho, la madre desnaturalizada, la criada que lo limpia –el rancho- o la hija de un noble inglés que no podrá heredar la finca familiar porque su madre no engendró hijos varones y por lo tanto, pasará a un primo lejano que llegará con muchas ínfulas a tomar posesión de su casa y de sus gallinas, mientras ella se busca a un vicario con rectoría para criar a sus hijos dignamente.
En las telenovelas todo está muy exagerado y además, siempre hay un punto en común en todas ellas. Por supuesto, no puede faltar una relación amorosa imposible en la que el chico es hijo de familia rica y ella, más pobre que las ratas, aunque eso sí, guapísima y con el pecho operado, que para comer no habrá, pero para la cirugía estética, siempre podemos detraer una partida. En su frenesí amoroso, a la pareja protagonista se les olvida usar algún anticonceptivo, por lo que alrededor del capítulo 30 hay embarazo seguro. El chico generalmente es lelo, un pavo que diríamos por aquí, totalmente dominado por la madre y por una novia rica, pero manipuladora, que también fingirá un embarazo para casarse con él, aunque sea más falso que la nariz de la Obregón o el verdadero padre sea el sinvergüenza del reparto, papel que normalmente se le adjudica al aspirante a galán.
No, a mí lo que más me gusta de las telenovelas es que siempre hay una VENGANZA, CON MAYÚSCULAS. La chica pobre, pero guapísima, que ha sido sucesivamente seducida, abandonada, humillada, empobrecida y otras calamidades varias, de pronto tiene la oportunidad de montar un negocio, hacerse rica, operarse la nariz y triunfar en un mundo de lobos y de lobas, ante el pasmo del chico que por fin ha abierto los ojos, pongamos que por el capítulo 80 y ha comprendido que la novia es un zorrón, que su madre lo ha engañado por su bien, claro está, que su hijo, al que no conoce, es un encanto y que casándose con ella va a ser más feliz que una perdiz y después de 250 capítulos de te quiero pero no te puedo conseguir, finalmente tenemos la boda, que cierra la telenovela, en la que eso sí, se nos ponen los pelos como escarpias al ver los trajes de novia que luce la protagonista.
Y ahí es donde siempre me pierdo porque a mí me gustaría que la venganza fuera total, que la chica lo dejara plantado en el altar por tonto del haba y se largara a gastarse el dinero ganado en el negocio, en algún garito perdido en un paraíso fiscal del Caribe y él se quedara criando al niño, cuidando del rancho y aguantando a su santa madre. Ése es el final que me gustaría ver en algún culebrón, pero como no lo escriba yo, estoy apañada…

(Hay una última variante del culebrón muy popular entre las propietarias de tabletas… ‘Las 50 sombras de Grey’, pero es tan mala que ni Verónica Castro lo hubiera protagonizado en su día…).


lunes, 4 de febrero de 2013

Los recuerdos


Dedicado a mi madre, que hoy ha cumplido 85 años.

Uno de los miedos que nos atenazan cuando acompañamos a nuestros jubilados padres al médico, es la de escuchar un diagnóstico que ponga fecha al comienzo del fin. Las denominadas ‘consultas externas’ están llenas de mayores en silla de ruedas o con movilidad reducida a los que las hijas –porque estas cosas, ya se sabe, les toca siempre a las hijas- cuidan con más mimo que si fueran niños pequeños, pendientes de hasta el último detalle, que si toma un pañuelo, que cuidado al quitarte el abrigo, que si estás bien, mamá o papá, que si quieres agua, voy a por un botellín…

Esa visita al médico comienza con un complicado traslado porque ahora los hospitales tienen aparcamiento de pago y como te metas por el pabellón equivocado, resulta más difícil salir de él que de una ratonera. Una vez que has conseguido bajar la silla de ruedas y a tu progenitor y colocar a éste sobre aquella, comienza el recorrido por interminables pasillos, sorteando a otros pacientes y buscando dos asientos contiguos, uno para ti y otro para colocar el bolso, los abrigos, las radiografías y hasta los papeles del trabajo, que como esto va para largo, aprovecho para hacer algo mientras… y tras lograr tu objetivo, comienza la larga espera preguntando a los demás qué hora tiene usted y jurando por dentro en arameo porque para variar, llevan más de 45 minutos de retraso. 

Finalmente, la enfermera dice tu nombre y empujando la silla de ruedas y maniobrando para que el abrigo, el bolso, los papeles y las radiografías no se desparramen por el camino, llegas ante el doctor que mira, remira y estudia todo el material que le has traído y esperas con el corazón en un puño, que te diga el diagnóstico. Descartadas enfermedades mortales y rápidas, respiras aguardando conocer por fin qué es lo que tiene tu madre o tu padre y entonces, el galeno, todo sonrisas, te dice que su cerebro ha empezado a secarse. Bueno, no mucho, eh, una pequeña área en donde se almacenan los recuerdos, la sangre ya no riega como antes y se han atrofiado los capilares. Ah, o sea, camino del alzheimer… no, no, por Dios, contesta el profesional, lo hemos cogido a tiempo y con un buen tratamiento, no llegará a más. 

Vaya ¿y qué puedo hacer yo?, pregunto, además de sacarle los medicamentos, protestar por el copago y administrárselos religiosamente. Pues mire, tiene que ejercitar el cerebro, que al fin y al cabo, es un músculo más. Póngale un dominó para que engarce las fichas, que haga juegos de cartas, que escriba, que lea en voz alta y luego te explique lo que ha leído, que haga cuentas… 

¿Cuentas?, contesta ella, yo me acuerdo perfectamente de todas las tablas de multiplicar… ¿quiere usted que se las diga?... 2 por cuatro ocho, dos por cinco, diez, dos por seis, doce… ¿qué creéis, que soy tonta?. Y más todavía, apostilla, mira lo que me enseñaron en la escuela, que no se me ha olvidado: "Amílcar Barca fue un excelente general cartaginés, hábil político, que conquistó casi toda España y le hizo a su hijo jurar odio eterno a los romanos..." 

Al llegar a ese punto, hasta la enfermera levanta la vista y se queda muda del asombro. Con los ojos llenos de lágrimas y la boca seca, inicias el camino de regreso, subes a tu progenitor en el coche, pliegas la silla de ruedas, pagas el ticket del aparcamiento y sientes que la cabeza te hierve ante el futuro inmediato que se te presenta. Al llegar a casa, saludas a una íntima amiga que te visita de vez en cuando. Al despedirla, tu madre te pregunta: ¿nena, y ésta quien es, que la quiero conocer?.