domingo, 10 de marzo de 2013

Éstos son mis principios...



Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros. Esta frase, atribuida a Groucho Marx, se utiliza mucho para criticar el supuesto cinismo de trepas, chaqueteros, chupópteros de subvenciones y otras especies variadas que desgraciadamente no se encuentran en vías de extinción en nuestro país, sino más vivas que nunca, expuestas al mundo, sin máscaras ni disimulos.
España es probablemente uno de los pocos países del denominado Primer Mundo… permítanme que haga una ligera pausa para enfatizar lo de primer mundo… en el que ser corrupto, nepotista, bígamo, defraudador de Hacienda o cacique rural no sólo no está mal visto, sino que se hace gala de ello, como si se hubiera ganado la medalla de sufrimiento por la Patria. “Cualquier cosa, menos que mi hija se quede preñada y mi hijo salga maricón”, soltaban hace años ciertos españoles de pocas letras y mucho dinero de bolsillo que se reían sin pudor de las estanterías llenas de libros de los hijos del hermano pobre al que visitaban con la misma condescendencia que la reina Isabel transitando por algún poblado de chabolas.
 “Pues no sé por qué pones a tu hijo a estudiar esa carrera, que no sirve para nada, yo al mío, con catorce años, ya lo tenía conduciendo los camiones de la empresa”. Vaya, le respondían, si no tiene el carnet. “Y qué… si le ponen una multa, la pago y ya está”, contestaba el sujeto mientras ofrecía al pariente una cantidad legal bastante ridícula por las tierras de su padre “porque lo demás, te lo doy en negro, que es lo que hace todo el mundo”.
Claro, lo que hace todo el mundo se convierte en ley y no es la ley la que dicta los comportamientos del ciudadano. Cualquier profesor sabe que en su clase el héroe es el niño que aprovecha la hora del recreo para desmontar los pupitres de sus compañeros y no el chico estudioso que hace personalmente sus impecables trabajos y no tiene que recurrir al rincón del vago o al primo con ordenador para subir nota.
En los últimos años, los muchos escándalos urbanísticos que han sacudido este país, nos han llevado a los medios de comunicación a echar muchas horas en las puertas de los juzgados a la espera de captar la foto o las declaraciones de decenas de imputados que se creyeron los dueños del cortijo y se olvidaron que el dinero que manejaban no era suyo, sino del contribuyente. Y allí, ciertos comportamientos del ciudadano medio nos dejaron cuanto menos sorprendidos. Cuando el corrupto llegaba con su trajeado abogado, sujetándose la peluca con una mano y el peluco de oro con la otra, sus incondicionales los jaleaban como el devoto a la Virgen de la Macarena. Producía sorpresa, cuando no espanto, contemplar cómo una abuela cruzaba el cochecito de su nieta delante de un cámara de televisión para que se estampara contra el suelo, sin calibrar que la niña podría salir mal parada de la peligrosa maniobra y los periodistas aguantaban carros y carretas mientras los simpatizantes del imputado mentaban a sus respectivas madres adjudicándoles el ejercicio del oficio más viejo del mundo.
Sin embargo, en los últimos tiempos, las tornas parecen haber cambiado y los ciudadanos por fin se han sacudido el borreguismo típico de los años de bonanza. No es que yo esté de acuerdo con que a los políticos, banqueros y miembros de la realeza se les insulte en plena calle, pero que lo hagamos así, sin miedos ni máscaras, pone las cosas en su sitio.
Estos, señores, sí son mis principios y ningún barcenas de medio pelo me los va a modificar. 

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