Mi amiga Marisa
A mi amiga Marisa no le gusta nada celebrar el día del orgullo gay. Ella, que nació en el año 1960 ha sufrido en carne propia durante toda su vida la carga que supone ser mujer homosexual en España cuando su padre, un estricto militar del antiguo régimen, considera que esa hija, al contrario que su gemela, es una vergüenza en su hoja de servicio familiar. Tampoco su madre aceptó nunca que Marisa, desde que era una adolescente, tuviera una inclinación sexual a todas luces fuera de la norma.
La vida de la joven se convirtió desde su niñez en un calvario en el que, entre otras dantescas ideas, la sometieron a un tratamiento de hormonas para que se volviera una mujer como las demás. ¿Las razones esgrimidas?, que su hermana gemela había absorbido todas las hormonas femeninas y a ella le había tocado una parte masculina que había que reparar con métodos químicos. ¿Una barbaridad?, no, la triste realidad de la España profunda.
Ni las palizas ni las
hormonas ni los castigos cambiaron la orientación sexual de Marisa, pero harta
de ser la rarita de la sociedad, decidió hacer como sus amigas, buscarse un
buen muchacho, casarse con él y tener hijos. El experimento fue un fracaso
rotundo, aunque quedó una amistad con su ex-marido que comprendió que lo mejor
era buscarse otras opciones sentimentales y dos hijos que son su mayor orgullo.
Su vida continuó,
pero nunca encontró a la mujer con la que compartir su vida y una historia de
amor que le diera sentido. Como tantos homosexuales, tuvo que buscar el sexo en
ambientes particulares, en bares de Chueca o de otros barrios en los que pasaba
las noches del sábado hasta el alba para despertarse al día siguiente en una
cama desconocida. Una situación que no le satisface, que no le llena y que
finalmente, agobiada por la difícil economía, ha terminado por descartar. Su
único consuelo, las conversaciones en los chats con desconocidas que en las
largas noches de soledad le procuran un poco de consuelo a la espera
improbable, según ha confesado, de encontrar el gran amor de su vida.
Marisa no quiere
volver a Chueca porque dice que el barrio se ha convertido en un parque
temático en el que no se siente a gusto y tampoco celebra el orgullo de ser gay
porque para ella, su condición sexual no ha sido un orgullo, sino un tremendo
castigo.
Castigo de ser mujer
y lesbiana, en consecuencia, invisible.
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