Por fin llegó el gran día, el que tanto han
esperado las hienas de la telebasura, del periodismo de alcantarillado; el
momento que tanto han ansiado las aspirantes a folklóricas cuyo único triunfo
consistió en arrodillarse delante de un productor sin conseguir más que una
gala en un baile de la tercera edad. Por fin la vimos, vilipendiada,
arrastrada, humillada, a la ladrona número uno del panorama nacional. A Isabel
Pantoja.
En un país donde cuatro de cada tres españoles
defrauda, lo he dicho bien… cuatro de cada tres; donde todo el mundo intenta
zafarse del IVA, donde los banqueros y empresarios sin escrúpulos han medrado
en su provecho propio sin importarles lo más mínimo el dolor de los demás,
donde el amiguismo, el nepotismo y otros ismos forman parte de nuestro ADN,
resulta que los tres millones de euros que supuestamente ha blanqueado una
folklórica constituyen el delito más espantoso que se haya podido cometer en
este pintoresco país llamado España.
Cara ha pagado la Pantoja su soberbia cuando pensó
que estar ligada a un alcalde de una próspera ciudad le iba a solucionar la
vida para los restos. En los tiempos de las vacas gordas todo el mundo arrimó
el cazo a los poderosos con tal de pillar cacho. La suya ha sido la misma
historia de la de miles de españolitos deslumbrados por el ladrillo, los
cortinones y la porcelana de Lladró. Pero no todos se llaman Isabel Pantoja, no
todos han tenido una carrera artística de más de 40 años, que es lo único que
al final le va a quedar cuando pasen las tormentas, ni han caminado en plan
doliente detrás del féretro de su marido torero.
En la Pantoja se ceban los envidiosos que cuando
mueran, como mucho tendrán una esquela pequeñita en una esquina del periódico.
Para bien o para mal, más bien lo último, su nombre quedará ligado a una
gigantesca trama de corrupción de la que ella ha pillado las migajas
económicas, pero a cambio se ha llevado los peores titulares.
Yo propongo a los señores de la telebasura que
completen el ritual y no se anden con chiquitas. Que vayan a casa de la
cantante, la saquen arrastrando por los pelos y descuarticen su cuerpo como
hicieron los fanáticos con Hipatia de Alejandría. Que no quede un hueso sano ni
una piel en su sitio y después, que cojan los restos, los pongan en una bandeja
y se los sirvan como aperitivo a las hienas del sálvame para que los devoren en
directo, a ser posible con primeros planos de la boca.
Sería el más adecuado punto final para esta
dantesca historia propia de la España más negra y profunda.
Descanse en paz el sentido común de este pueblo.