Estos son
mis principios, si no le gustan, tengo otros. Esta frase, atribuida a Groucho
Marx, se utiliza mucho para criticar el supuesto cinismo de trepas,
chaqueteros, chupópteros de subvenciones y otras especies variadas que
desgraciadamente no se encuentran en vías de extinción en nuestro país, sino
más vivas que nunca, expuestas al mundo, sin máscaras ni disimulos.
España es
probablemente uno de los pocos países del denominado Primer Mundo… permítanme
que haga una ligera pausa para enfatizar lo de primer mundo… en el que ser
corrupto, nepotista, bígamo, defraudador de Hacienda o cacique rural no sólo no
está mal visto, sino que se hace gala de ello, como si se hubiera ganado la
medalla de sufrimiento por la Patria. “Cualquier cosa, menos que mi hija se
quede preñada y mi hijo salga maricón”, soltaban hace años ciertos españoles de
pocas letras y mucho dinero de bolsillo que se reían sin pudor de las
estanterías llenas de libros de los hijos del hermano pobre al que visitaban
con la misma condescendencia que la reina Isabel transitando por algún poblado
de chabolas.
“Pues no sé por qué pones a tu hijo a estudiar
esa carrera, que no sirve para nada, yo al mío, con catorce años, ya lo tenía
conduciendo los camiones de la empresa”. Vaya, le respondían, si no tiene el
carnet. “Y qué… si le ponen una multa, la pago y ya está”, contestaba el sujeto
mientras ofrecía al pariente una cantidad legal bastante ridícula por las
tierras de su padre “porque lo demás, te lo doy en negro, que es lo que hace
todo el mundo”.
Claro, lo
que hace todo el mundo se convierte en ley y no es la ley la que dicta los
comportamientos del ciudadano. Cualquier profesor sabe que en su clase el héroe
es el niño que aprovecha la hora del recreo para desmontar los pupitres de sus
compañeros y no el chico estudioso que hace personalmente sus impecables
trabajos y no tiene que recurrir al rincón del vago o al primo con ordenador
para subir nota.
En los
últimos años, los muchos escándalos urbanísticos que han sacudido este país,
nos han llevado a los medios de comunicación a echar muchas horas en las
puertas de los juzgados a la espera de captar la foto o las declaraciones de
decenas de imputados que se creyeron los dueños del cortijo y se olvidaron que
el dinero que manejaban no era suyo, sino del contribuyente. Y allí, ciertos
comportamientos del ciudadano medio nos dejaron cuanto menos sorprendidos.
Cuando el corrupto llegaba con su trajeado abogado, sujetándose la peluca con
una mano y el peluco de oro con la otra, sus incondicionales los jaleaban como
el devoto a la Virgen de la Macarena. Producía sorpresa, cuando no espanto,
contemplar cómo una abuela cruzaba el cochecito de su nieta delante de un
cámara de televisión para que se estampara contra el suelo, sin calibrar que la
niña podría salir mal parada de la peligrosa maniobra y los periodistas
aguantaban carros y carretas mientras los simpatizantes del imputado mentaban a
sus respectivas madres adjudicándoles el ejercicio del oficio más viejo del
mundo.
Sin embargo,
en los últimos tiempos, las tornas parecen haber cambiado y los ciudadanos por
fin se han sacudido el borreguismo típico de los años de bonanza. No es que yo
esté de acuerdo con que a los políticos, banqueros y miembros de la realeza se
les insulte en plena calle, pero que lo hagamos así, sin miedos ni máscaras,
pone las cosas en su sitio.
Estos,
señores, sí son mis principios y ningún barcenas de medio pelo me los va a
modificar.
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