Esta columna la escribí en noviembre de 2011 y no ha perdido ni un ápice de actualidad, más bien creo que se ha acrecentado...
Los amigos perdidos
Hubo un tiempo, no hace mucho, pongamos que a principios
del siglo XXI, en el que todos éramos amigos. Era la época de la vacas gordas,
del dinero sin fin, de las inversiones, de las inauguraciones y de las cuchipandas
posteriores, en las que el jamón, el buen vino y los canapés de salmón corrían
sin freno en las variopintas carpas festeras.
Por aquel entonces, los que se decían amigos presumían de
grandes casas, de coches nuevos con todos los adelantos tecnológicos, de
comprar ropa de marca cara, de viajes de fines de semana a Londres y París, de
cenas los sábados y vísperas de fiestas de guardar… un tren de vida que los que
apenas teníamos para pagar los recibos y poco más, veíamos con no poca y
disimulada envidia. ¿Con quien se mete la chica del 17, de dónde saca pa tanto
como destaca?, murmurábamos entre dientes mientras observábamos el bolso de
Gucci y el pañuelo de Hermés, preguntándonos eso sí, con un pelín de
recochineo, si no serían imitaciones del mercadillo de los miércoles, que
algunas estaban muy bien logradas.
Aquellos amigos, es un decir, te ofrecían su casa, su
coche, su ayuda… recalcando mucho lo de ayuda. “Ya sabes, cualquier cosa que
necesites, no dudes en llamarme”, proclamaban entre bocado de hueva de mújol y
canapé de salmón. Y tú decías, qué bien, aquí tengo unos amigos, qué gusto
saber que hay gente tan buena por el mundo. Y así ocurre que llegan las vacas
flacas, pierdes tu trabajo y en tu desesperación, pides ayuda a aquellos que
tan generosamente te la ofrecieron y mira tú por dónde, resulta que ya no están
tan dispuestos a echar una mano. Que las cosas tampoco andan tan bien para
nosotros, mira, el año pasado facturamos 800 en lugar de mil y no veas los
gastos que lleva esta casa y el niño que se va a la Universidad y tú escuchas
educadamente y dices, vaya, cuanta excusa tonta, dime de una vez que no te da
la gana de ayudarme y acabamos esta farsa y con el corazón roto, borras ese
número de tu agenda o de tu teléfono móvil y sonríes cuando te lo cruzas por la
calle y ves los apuros que pasan para disimular, para hacer que no te han visto y tampoco tienes ganas de
saludarlos, que para amigos como éstos, mejor un enemigo íntimo.
Y pasan los meses y al amigo desleal, como al cerdo ibérico
o al pavo americano, le llega su San Martín o su día de acción de gracias y también
se le acaban las vacas gordas y los negocios prósperos ya no lo son tanto y
mira tú por dónde, ya no presume de coche nuevo cuando llega al taller de
tapadillo para que le arreglen el de hace unos años y el bolso de Gucci y el
pañuelo de Hermés ya no son auténticos, sino meras imitaciones del mercadillo y
se acabaron los puentes en Londres y París, que cambiamos por unas patatas
fritas y una cerveza en el chiringuito playero y tú no sabes si sentir alegría
o pena de ver una vez más los estragos que causa la estupidez humana.
Ahora
ya nadie presume de bienes materiales, que eso está totalmente demodé. En estos
momentos es una temeridad proclamar que te van bien las cosas, que sigues con tu
buen trabajo, que tu coche de alta gama funciona como un reloj, que sigues
machacándote en el gimnasio tres veces a la semana y los sábados, en el club de
tenis, para practicar el pádel. Es un peligro tener una empresa que se defiende
en tiempos de crisis o enseñar la fabulosa nómina que te proporciona el trabajo
en una multinacional, no sea que tus amigos pobres, los que tienen que sellar
el paro cada tres meses vengan y te pidan que les eches una mano. Hasta ahí
podíamos llegar, querido, que hasta en los tiempos de crisis, siempre ha habido
clases
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