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Los recuerdos
Dedicado a mi madre, que hoy ha cumplido 85 años.
Uno de los miedos que nos atenazan cuando acompañamos a nuestros jubilados
padres al médico, es la de escuchar un diagnóstico que ponga fecha al comienzo
del fin. Las denominadas ‘consultas externas’ están llenas de mayores en silla
de ruedas o con movilidad reducida a los que las hijas –porque estas cosas, ya
se sabe, les toca siempre a las hijas- cuidan con más mimo que si fueran niños
pequeños, pendientes de hasta el último detalle, que si toma un pañuelo, que
cuidado al quitarte el abrigo, que si estás bien, mamá o papá, que si quieres
agua, voy a por un botellín…
Esa visita al médico comienza con un complicado traslado porque ahora los
hospitales tienen aparcamiento de pago y como te metas por el pabellón
equivocado, resulta más difícil salir de él que de una ratonera. Una vez que
has conseguido bajar la silla de ruedas y a tu progenitor y colocar a éste
sobre aquella, comienza el recorrido por
interminables pasillos, sorteando a otros pacientes y buscando dos asientos
contiguos, uno para ti y otro para colocar el bolso, los abrigos, las
radiografías y hasta los papeles del trabajo, que como esto va para largo,
aprovecho para hacer algo mientras… y tras lograr tu objetivo, comienza la
larga espera preguntando a los demás qué hora tiene usted y jurando por dentro
en arameo porque para variar, llevan más de 45 minutos de retraso.
Finalmente, la enfermera dice tu nombre y empujando la silla de ruedas y
maniobrando para que el abrigo, el bolso, los papeles y las radiografías no se
desparramen por el camino, llegas ante el doctor que mira, remira y estudia
todo el material que le has traído y esperas con el corazón en un puño, que te
diga el diagnóstico. Descartadas enfermedades mortales y rápidas, respiras
aguardando conocer por fin qué es lo que tiene tu madre o tu padre y entonces,
el galeno, todo sonrisas, te dice que su cerebro ha empezado a secarse. Bueno,
no mucho, eh, una pequeña área en donde se almacenan los recuerdos, la sangre
ya no riega como antes y se han atrofiado los capilares. Ah, o sea, camino del
alzheimer… no, no, por Dios, contesta el profesional, lo hemos cogido a tiempo
y con un buen tratamiento, no llegará a más.
Vaya ¿y qué puedo hacer yo?, pregunto, además de sacarle los medicamentos,
protestar por el copago y administrárselos religiosamente. Pues mire, tiene que
ejercitar el cerebro, que al fin y al cabo, es un músculo más. Póngale un
dominó para que engarce las fichas, que haga juegos de cartas, que escriba, que
lea en voz alta y luego te explique lo que ha leído, que haga cuentas…
¿Cuentas?, contesta ella, yo me acuerdo perfectamente de todas las tablas
de multiplicar… ¿quiere usted que se las diga?... 2 por cuatro ocho, dos por
cinco, diez, dos por seis, doce… ¿qué creéis, que soy tonta?. Y más todavía,
apostilla, mira lo que me enseñaron en la escuela, que no se me ha olvidado: "Amílcar Barca fue un excelente general cartaginés, hábil político, que
conquistó casi toda España y le hizo a su hijo jurar odio eterno a los romanos..."
Al llegar a ese punto, hasta la enfermera levanta la vista y se queda muda
del asombro. Con los ojos llenos de lágrimas y la boca seca, inicias el camino
de regreso, subes a tu progenitor en el coche, pliegas la silla de ruedas,
pagas el ticket del aparcamiento y sientes que la cabeza te hierve ante el
futuro inmediato que se te presenta. Al llegar a casa, saludas a una íntima
amiga que te visita de vez en cuando. Al despedirla, tu madre te pregunta:
¿nena, y ésta quien es, que la quiero conocer?.
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