Hubo
un tiempo, no hace tanto, la verdad, en el que las mujeres no trabajaban.
Bueno, no curraban fuera del hogar, dulce hogar, al que mantenían como los
chorros del oro mientras educaban a los hijos, cuidaban de los padres y de los
suegros y hacían auténticos milagros con el sueldo del marido, en un alarde de
virtuosismo económico que ya lo quisieran para sí los gestores del Banco de
Crédito Europeo.
Poco
a poco, la mujer fue entrando en el mercado laboral a través de profesiones
digamos femeninas: matronas, telefonistas –nunca conocí a un telefonisto,
perdón por el palabro-, profesoras de chicas, enfermeras, dependientas de
grandes almacenes o pequeños comercios, etc. Las mujeres de familias con
posibles, dado que tenían la intendencia familiar perfectamente controlada con
las chachas y los jardineros, montaban negocios también típicamente femeninos
como una boutique, una tienda de bisutería o una peluquería de señoras, lo del
unisex llegó después.
En
las clases sociales no tan pijas, muchas mujeres regentaban el negocio familiar
de verdulería, pescadería, carnicería o restaurante, codo con codo con los
maridos, mientras los hijos hacían los deberes en un rincón del comercio, a la
espera de que la madre echara el cierre y pudiera preparar la cena.
De
mi infancia y adolescencia todavía guardo el recuerdo de las mujeres de la
Sección Femenina. Su afección al régimen les procuraba unos cargos
supuestamente políticos en una época en la que la mujer estaba totalmente
ausente de la política nacional. Aquellas mujeres vestían de una manera muy
sobria, llevaban moño, no se maquillaban y sus enemigos las trataban de
lesbianas para arriba. De todo hubo, buenas y malas y no soy yo quien para
juzgarlas.
Aquella
imagen, la mala, que no la buena, se me hizo carne mortal cuando me pidieron
que participara en una mesa redonda en una reunión de asociaciones de amas de
casa. Entre una inmensa mayoría de mujeres encantadoras, limpias como los
chorros del oro y amables hasta decir basta, se colaron una media docena de
arpías que proyectaban sin disimulo su rencor hacia las nuevas generaciones de
mujeres que habían estudiado, tenían un oficio y eran dueñas de su vida. Cada
vez que yo hablaba de la aportación que el sueldo de la mujer significaba para
los estudios de los hijos o el pago de la hipoteca, me contestaban con frases
despectivas tipo: en lugar de un dúplex, cómprate un piso o no hace falta
estudiar, lo que hay que buscarse es un buen marido.
Aguanté
lo que pude mientras la moderadora hacía auténticos esfuerzos por sujetar a
semejantes sujetas y me mordí la lengua hasta que llegó la frase demoledora de
una de las asistentes, con apariencia clara se haberse educado en los
principios de la Sección Femenina: las mujeres están quitando el puesto de
trabajo a padres de familia para comprarse pulseras…
Me
quedé sin habla, la sangre se me fue a la cara y estuve a punto de sufrir un
síncope. Cerré los ojos y en mi fantasía soñé con lo que le haría a la
interfecta, es decir, agarrar una pulsera enrobinada y metérsela por la boca
hasta que se quedara sin respiración. Dios me perdone mi poca caridad
cristiana, es lo que tiene ser políticamente incorrecta.
1 comentario:
Sí hija mía,que dirían de mi,que llevo un camión trailer o un furgón y me dedico a viajar de un lado a otro,ademas de la casa,el marido,los hijos,los nietos y un cabreo monumental por oír,ver y no callar a tanto tont@ de capirote.
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